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Las estatuas también mueren: Un comentario sobre la gestión contemporánea de la muerte

Por Luis Mendoza

Un hombre muere en mí siempre que en Asia,
o en la margen de un río
de África, o de América,
o en el jardín de una ciudad de Europa,
una bala de hombre mata a un hombre.

Y su muerte deshace todo lo que pensé haber levantado en mí,
sobre sillares permanentes:

La confianza en mis héroes,
mi afición a callar bajo los pinos,
el orgullo que tuve de ser hombre
al oír –en Platón- morir a Sócrates,
y hasta el sabor del agua, y hasta el claro
júbilo de saber que dos y dos son cuatro.

Jaime Torres Bodet

Comenzaba la década de 1950. Europa contemplaba con pasmo los escombros, aún humeantes, de la Segunda Guerra Mundial. La confrontación entre las grandes potencias mantenía en vilo a la humanidad que, apenas un lustro antes, conociera la fuerza devastadora de la bomba atómica. En Estados Unidos, el McCarthismo y el dogma anticomunista copaban el espectro ideológico. Mientas en el sur global, aires de revolución social sacudían América Latina, y los países africanos comenzaban a liberarse del yugo colonial.

Europa, resentida y culposa, ha perdido la hegemonía sobre su propia matriz económica, ideológica y epistémica. Cierta intelectualidad, aun subalterna, asume el compromiso político de revelar las fallas estructurales en los cimientos de la modernidad, y es en este contexto en el que, en 1953, se exhibe por vez primera “Las Estatuas También Mueren”, de Chris Marker y Alain Resnais, un comentario corrosivo sobre una de las instituciones culturales que, hasta entonces, sirvió para legitimar y pregonar la superioridad social y cultural de occidente: el museo.

“Cuando los hombres mueren, se vuelven historia. Cuando las estatuas mueren, se vuelven arte. Esta botánica de la muerte, es lo que llamamos cultura”. Botánica de la muerte. Esta expresión que aparece en los primeros minutos del filme, captura la esencia del necrófago sustrato en el que germina el concepto de patrimonio cultural y sus instituciones. La destrucción de civilizaciones enteras en América, África y Asia, nunca perturbaron demasiado a las élites culturales que, con ansias crecientes, fagocitaban las “maravillas” saqueadas a “otros” en nombre del progreso, y que atiborraban las salas y reservas de los museos de Londres, París y Nueva York.

Pero en el escenario de posguerra, occidente lamenta la pérdida y destrucción de su propia memoria, de los monumentos y obras de arte imprescindibles para sostener la eficacia de los relatos de la modernidad. Es así que hace 70 años, en 1954, se adopta la Convención de la Haya para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto armado, primera legislación en la materia, que plantea la siguiente cuestión: ¿De qué sirve conquistar y gobernar sobre escombros, cuando los bienes culturales de los vencidos pueden ser fagocitados por el capitalismo y apropiados por los vencedores para amasar las crónicas de su victoria?

“Un objeto muere, cuando la mirada viva que lo recorre, desaparece”. El hálito mortuorio es inmanente al concepto de patrimonio cultural. Una vez aniquilados los ojos que daban vida a esos bienes culturales, los huesos blanqueados están listos para para su exhibición en ascéticas vitrinas, entre luces de quirófano.

Si bien el control político, militar y territorial de Europa sobre las colonias se desvanece a partir de los cincuentas, nuevas e innovadoras formas de dominación se ensayan: guerras híbridas, apoyo por medio de altruistas ONGs, convenciones y resoluciones de las Naciones Unidas para la salvaguarda de patrimonio cultural, modelan las nuevas formas de colonialidad, que se ha dado en llamar multiculturalismo. En nombre de la memoria, el patrimonio y la diversidad, jóvenes naciones y larvarias democracias comienzan el embalsamamiento, empaquetado y venta de su propia identidad, que turistas, cada vez más diversos en fenotipo, engullen como hamburguesas.

El vaciamiento político de los diversos pueblos y culturas, sigue su avance en nombre del progreso y el turismo. El mismo hechizo que critican Marker y Resnais, ese que transforma las máscaras africanas –vivas-, en arte negro –muerto-, es el mismo hechizo que hoy día, mediado por dispositivos digitales de última generación, arranca la humanidad a los pueblos indígenas que defienden sus territorios y culturas en la Amazonía ecuatoriana, tanto como en la Franja de Gaza.

Una vez despojados de su humanidad, los pueblos y las personas, se vuelven cuerpos asesinables, y su cultura material, patrimonio de la humanidad para los museos del mañana. Ante las atrocidades actuales, tan emparentadas con las del pasado reciente, volver a “Las Estatuas También Mueren”, es actualizar una discusión inacabada y urgente.

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