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Máscaras

Por Orisel Castro

Una luz secreta y única cae tras las montañas de Portugal en esta película de los años 70 que ha pasado tan silenciosa por la historia. La textura y las marcas en la imagen de celuloide la revelan como un objeto encontrado, desenterrado, en un gesto que rima con el de la autora, Noémia Delgado, cuando se fue a filmar estas comunidades escondidas entre cerros. Para el que mira, aparece una oportunidad inédita de encontrarse con esa manera tan cálida y particular, inteligente y profundamente contemporánea de mirar a los otros.

Al principio está el paisaje, una panorámica que se delata como algo más que descriptiva de aquellas montañas: se mueven con un alma propia que viene de un canto arcaico, están encantadas. Toda la película está cargada de esos dos sentidos, uno real, con risas espontáneas e improvisación, y otro maravilloso, como salido de un mito anterior. Lo más interesantes es que ambos vienen del mismo sitio. Bodegones vivos y música renacentista se alternan con el sonido del chocalinho, una especie de cascabel que identifica en cada cuadro a los enmascarados y el coro de los pícaros gritos que puntúan las escenas.

Alexandre O’Neill es la voz que narra como para el afuera y explica algo de los rituales que vemos a los personajes performar como parte del Ciclo de invierno en distintos pueblos. Son cinco capítulos que se articulan en el viaje durante varios meses. Se parece a la voz de Dios de los
documentales y del cine etnográfico, pero es la voz de un poeta y el texto tiene un matiz más sensible que se funde con la mirada enamorada de la película.

Los cuerpos masculinos, los rostros, los movimientos de las manos están observados con ternura y admiración. Los primeros planos de los jóvenes, sus miradas, el gesto de quitarse la máscara, son fascinantes. Las pieles de los mayores y sus expresiones profundas fijan cada toma en la
retina como un cuadro. El montaje deja clara esa intención de relacionar a esas figuras vivas con sus ancestros en los frescos. Noémia es una escultora que ha visto el ángel en la piedra de Trás-os-Montes y esculpe hasta liberarlo en este filme -como ella dice- “poético, pero, no solo”.

El frío, las peleas de toros, los sacrificios y los banquetes con manos labradas. Las mujeres que lavan las tripas en el río y las enrollan como hilanderas. Las muchachas que juegan desde la ventana con el diablillo enmascarado en una lucha de fuerza y astucia. Hay una dulzura en la mano que empuña el cuchillo y en la que sostiene las patas del animal agonizante. Las máscaras, los mitos paganos, cristianos, los versos recitados y las risas, la mesa colectiva, el humo bajo las salchichas y los negros ojos de los muchachos y los toros son parte de un todo. El misterio más profundo está en la vida latente detrás del escenario de las paredes de piedras de las casas altas y que continúa después de las fiestas y de la película.

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