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Canto nostálgico a una niñez inocente

Por York Neudel

Me acuerdo de aquellos veranos sin rumbo. Nos íbamos de la casa para vagar con libertad por los vastos campos y praderas alrededor del pueblo. Nuestra curiosidad dilataba el tiempo a algo indefinido. Los días parecían eternos con un sol que nunca perecía. Cada cosa que tocábamos se convertía en materia significante. Los insectos captados e investigados abrieron las puertas a un universo con perspectivas extrañas. La lupa deformaba los detalles de las flores. Pedazos de porcelana encontrados en el suelo recién removido por los agricultores resultaban valiosos vestigios de épocas olvidadas con castillos, doncellas y dragones. La fantasía reinaba y olía a bosque, viento y a cielo azul.

En la aldea cada uno se conocía. Como niños sabíamos quiénes eran raros o intratables. Existía un sentido común, convenciones sociales y directrices parentales claras por lo que evitábamos
acercarnos a “territorios enemigos”. La poca gente mala no podía destruir nuestra profunda confianza de que nada puede pasar jamás. Qué felices aquellos tiempos de una infancia inocente que ahora yace como uno de esos pedazos de cerámica en un pasado sedimentado, casi olvidado e inconsciente.

Jonas y Daan, dos niños preadolescentes y protagonistas de la película “Cuando perdimos contra los alemanes” me recuerdan de esa niñez. Se acaban de conocer y pasan juntos este día. Sus amigos de siempre se fueron de vacaciones y aunque sean personas muy distintas, se arreglan para aventurar. Es un día común de verano de 1974 en este barrio aburrido de una ciudad holandesa anónima, pero cada uno de los jóvenes tiene una misión: Daan, rebelde y atrevido, quiere cobrar el dinero que le había prestado a un compañero del aula y Jonas, más tímido y ensimismado, anhela encontrar a la chica que le empezó a gustar, pero que ha desaparecido hace unos días. En sus viajes por el suburbio los dos empiezan a levantar el velo sobre una sociedad de aparente normalidad, pero llena de misterios, desigualdades y pequeñas perversiones.

Es una historia con muchos elementos autobiográficos del director Guido van Driel, que creció en barrios de la clase media baja en Ámsterdam y Zaandam. Utilizó sus experiencias en una niñez normal y feliz para dibujar primero un cómic con un éxito considerable y veinte años después lo adaptó para el cine. Nació una película de ficción que, debido a una actuación increíblemente verosímil y un trabajo de escenografía extraordinario, se asemeja a un documental retratando una cotidianidad sin pretensiones en un ambiente de una inmovilidad veranera con una sublime belleza.

Filmada en blanco y negro con una fotografía naturalista, discreta y apetitosa representa una estética de los años 70 tan distinta a nuestros tiempos posmodernos y, sin embargo, plenamente reconocible en las fotos familiares. La cinematografía hace referencia a los retratos hechos con una cámara de medio formato con poca profundidad de campo, sin colores, con viñeta y bokeh y nos deja
sumergirnos en un mundo pasado sin teléfonos, padres helicópteros o riesgos omnipresentes para la juventud.

¿Acaso no había peligro en aquellos tiempos? He aquí el juego sofisticado de la película que explora los bordes entre ingenuidad juvenil y la adultez inaplazable. Lo malo no existe o no debe existir. Lo indeseado se ve fragmentado, tapado, oculto o fuera del campo. Pero esta mirada selectiva que mantiene viva una simplicidad no puede disimular la existencia de lo inimaginable. En algún punto clave de sus vidas su inocencia se va a perder necesariamente y este instante marca la conversión en adulto.

Es ese el momento cuando nos damos cuenta de que el sol del verano no fue eterno y el pedazo de porcelana encontrado en el suelo nunca se topó con un dragón.

“Cuando perdimos contra los alemanes” es un canto nostálgico a la niñez ligera acechada por la sombra de la inminente adultez.

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