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Cerrar Los Ojos de Víctor Erice

Por Juan Manuel Ortiz

La película comienza con una película. Austera, el mismo Erice pudo haberla filmado.  No se le notan las costuras, es una película sobre la memoria y la decadencia. Sucede en 1947. Al final de la segunda guerra, los fascismos han llevado al extremo la modernidad racional para el exterminio. La bomba en Hiroshima, Europa en ruinas se reconstruye. Walter Benjamin, unas décadas antes, escribe contra las promesas del progreso. En sus Tesis sobre la Historia, habla del relámpago, un punto donde pasado y presente cobran sentido. El tiempo no es lineal, el progreso devasta. Frente a la destrucción moderna, el encuentro de momentos históricos, que refulge en un instante, es la esperanza para entender la realidad.

La película se llama La Mirada del Adiós, y comienza en una casa señorial a las afueras de París, en Triste Le Roy. Es también la casa del Espíritu de la Colmena, rural y majestuosa, huella de un esplendor aristocrático anterior. El rey triste está sentado en un gran salón para tomar el té. Conversa con un presunto detective, mirando con detenimiento la foto de un familiar perdido y hablando de ajedrez. La historia de la decadencia de una Belle Époque, en una escena.

Miguel, escritor y director de cine, mira desde la década del 2000, ésta, su última película. También tiempo del sinsentido, el campo se ha convertido en esplanadas de viveros industriales. Miguel es también un rey caído y está roto. Madrid es una ciudad de luces led y lugares impersonales. España, un asilo que recuerda al salón obrero de Vidrios Rotos. Miguel mira escenas de su película filmada décadas atrás, tras la cual su carrera se truncó, y en la cual su actor y amigo, Julio, trabajó antes de desaparecer.  Nuestra época, nuestra modernidad.

Miguel recuerda. Mira fotografías una y otra vez, falsas (utilería de su película) y verdaderas (retratos de su amigo). Las vemos, desde la sala, gigantes en la pantalla. Falsas o no, éstas guardan un destilado del pasado. La historia y el tiempo no transcurren como el flujo de un río, no suceden como la lectura de una página de arriba abajo, de izquierda a derecha: El relámpago refulge cuando el 2000 se conecta con 1947. Algo tienen en común, un sentido que no es racional ni metódico: Una corazonada. Una corazonada sobre nuestro tiempo. Es un reencuentro de la memoria que tiene texturas emocionales y sensibles.

Julio, el actor y amigo de Miguel, ha olvidado. Trata de recordar quien fue desde una caja donde guarda la utilería de la última película en la que trabajó. Inventa su vida, piensa que ha viajado a todos los confines del mundo por postales falsas. ¿No no nos pasa lo mismo a todos? ¿Nuestra memoria no está hecha también de ilusiones, relatos e imágenes, de puestas en escena y representaciones? ¿No nos hacemos a nosotros mismos, antes en la oscuridad de la sala de cine, ahora en la pantalla del celular?

Entre memoria y olvido está la huella. En Cerrar los Ojos, el único libro de Miguel se llama Las Ruinas, su única película, La Mirada del Adiós. El tren de los Lumière, el western, los carteles y la moviola en una bodega de cintas cinematográficas, nos muestran el cine como un oficio de viejos anticuarios.

Todo acaba en el cine, en la sala del Espíritu de la Colmena, pero ahora en el 2000, semivacía. Es el lugar de estar juntos. Los actores de Erice y los actores de Miguel miran a cámara. Nosotros los miramos. Audiencia y actores, pasado y presente, , ficción y realidad se encuentran. El cine aparece como el lenguaje de la memoria. Recordamos a Kuleshov y la pura mirada. El cine nos conmueve como relámpago, mostrándonos los alcances de su rito en viejas butacas. No se trata de recuperar recuerdos, si no de redimir el desencuentro.

Si Benjamin descubre el relámpago en la insurrección y en la historia de las sociedades, Erice lo hace en la memoria y el individuo. Ambos están pensando el tiempo. Erice explora la memoria con delicadeza y minuciosidad hasta sus últimas posibilidades y confines. Los hilos tejen suavemente sin intervención. Una tela de araña donde lo meta cinematográfico es una consecuencia de la profundidad reflexiva y no una pretensión.

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